sábado, noviembre 19, 2011

JOE BOYD....EL REY MIDAS DEL FOLK




“Lo único mejor que la música es hablar de música”, proclama Mario Pacheco en el prólogo de la edición española de “Blancas bicicletas. Creando música en los 60” (Global Rhythm, 2007), contradiciendo aquella boutade atribuida a Frank Zappa (“escribir de música es como bailar arquitectura”). En efecto, una conversación con Joe Boyd ofrece más estímulos intelectuales y sensitivos que muchos conciertos. Si decía Oscar Wilde que la obra de arte no está completa hasta que alguien habla de ella, la digiere y la contextualiza, Boyd ofrece el proceso completo en primera persona; es el “todo en uno”: promotor, cazatalentos, productor, ejecutivo discográfico y, finalmente, pluma ágil, analítica e irónica que procesa todo lo vivido en un libro torrencial (traducido con primor por Ignacio Julià), publicado en inglés por Serpent’s Tail en 2006. Paralelamente, también se editó el CD “White Bicycles. Making Music In The 1960s” (Fledg’ling-Dock, 2006), un muestrario del trabajo de Boyd como productor.


Aunque la hoja de servicios discográficos de Boyd se adentra en los años ochenta y noventa (la producción de “Fables Of The Reconstruction” de R.E.M., los dos “Songhai” de Ketama), “Blancas bicicletas” es, sobre todo, un volumen de memorias de los sesenta que transmite la excitación de aquellos días, la sensación de explorar terrenos vírgenes, la ambición de cambiar el mundo… y el desencanto que aguardaba a la vuelta de la esquina. No hay final feliz, pero disfrutemos de la evocación de esa época convulsa. “Un amigo, tras leer el libro, me dijo: ‘Está bien, hay incluso tres o cuatro historias que nunca te había oído contar’; ya que muchas las he explicado a amigos o periodistas. Lo interesante ha sido mezclar todo eso como si fuera un disco, y yendo al principio. Cuando una historia la has contado muchas veces, el recuerdo se emborrona y te acuerdas más de tu propio relato que del hecho original”, explica, con verbo preciso y sin prisas, este bostoniano de 64 años que afrontó la tarea después de que, en 2001, Rykodisc (discográfica a la que, diez años atrás, había vendido su sello, Hannibal) prescindiera de sus servicios. “Durante cuarenta años les he dicho a los artistas qué debían hacer para que su música triunfara. Ellos me escuchaban y me hacían caso sólo en parte. Ahora tengo un artista que hace exactamente todo lo que le pido”, ironiza.






“Blancas bicicletas” alterna la gloria y el paso en falso; reconstruye episodios de lucidez y errores de cálculo que Boyd procesa con deportividad. Pero éste es, después de todo, un homenaje a una época cuya trascendencia, admitámoslo, no puede ser banalizada: detrás del mito de los sesenta hay claves de largo alcance. Y haber estado ahí marca. “En el verano de 1965, ‘I Got You Babe’ de Sonny & Cher, con Sonny imitando a Dylan, era número uno en la radio comercial. Luego sonaban ‘Mr. Tambourine Man’ en versión de The Byrds, con ese nuevo sonido con ‘feeling’ drogata californiano, y, claro, ‘Like A Rolling Stone’. Así que Dylan, su sonido y su actitud estaban justo en el centro de la cultura en ese momento”, interpreta Boyd, quien dice haber sido consciente del zeitgeist cuando, a finales de julio de 1965, se dirigía con su automóvil al Festival de Newport, a través de las extensiones verdes de Nueva Inglaterra, para trabajar como director de escenario. “El nacimiento del rock” se estaba fraguando. “¿Cómo podía salir Dylan al escenario con su guitarra igual que el año anterior? El mundo ya no era el mismo”.

Lo supo la víspera del 25 de julio de 1965: Mike Bloomfield, Al Kooper, Barry Goldberg, Sam Lay y Jerome Arnold arroparían a Dylan en una actuación eléctrica: “Sólo fueron tres canciones, y todo el mundo quedó en estado de ‘shock’. Los mayores, Pete Seeger, Alan Lomax, Theo Bikel… intentaron obligarme a desenchufar los instrumentos. Terminó y el público, mucha gente joven, rugía. Bob Neuwirth y Albert Grossman le convencieron para que volviera al escenario. Salió y tocó, con guitarra y armónica, ‘Mr. Tambourine Man’ y ‘It’s All Over Now Baby Blue’, que sonó como un ‘jodeos’ a la vieja guardia”. Es difícil imaginar, en la actualidad, que la música pueda asumir ese rol de generador de escándalos. “Hoy el concepto de rebeldía juvenil es un recurso del marketing. Los escándalos tienen que ver con textos machistas u homófobos en el rap; tipos gritando: ‘Voy a matar a mi mujer’… No es eso por lo que luchamos”, ríe.

Boyd asistió a la electrificación de Dylan, pero, después de todo, apreciaba el folk y trabajó para construir puentes entre ambos mundos. Su gran éxito, crítico y también comercial, fue The Incredible String Band, cuya alucinógena propuesta de filopsicodelia forestal aupó a través de un hábil mecanismo de deslocalización: “Los saqué de los clubs de folk y los metí en salas de rock sin cambiar su música. Y funcionó”. La maniobra alimentó su ego. “Pensé: ‘Soy un genio’. Me tomó un tiempo darme cuenta de que no era así”.


Esa sensación sobrevuela todo el libro y deja un discreto rastro de fatalismo: el autor enumera sus fallos logísticos (haber dejado escapar a los incipientes Cream o haber infravalorado a los cuatro suecos que formarían ABBA, a quienes conoció en un viaje a Estocolmo con fines editoriales) y se reprocha no haber hecho más por Nick Drake, de quien produjo sus dos primeros álbumes. “Vi que no tenía una respuesta rápida para cada problema. No podía vender a Nick, ni que John & Beverly Martyn giraran como pareja feliz, ni que el batería de Fairport Convention volviera a la vida, ni que Sandy Denny fuera feliz con el grupo…”, repasa Boyd. Y remata: “Algunas cosas empezaron a ir mal entre 1969 y 1970”.





De acuerdo, pero antes saboreemos un poco más el momento. Desviemos el foco hacia el sensible y malogrado Nick Drake, cuya obra disfruta hoy de un culto que sorprende al propio Boyd, quien amasa sus propias teorías. “La gente de su generación no hizo suya la música de Nick, y por eso las siguientes sí pueden hacerlo”, aventura. Su misión, en “Blancas bicicletas”, ha sido recuperar al artista inseguro pero resplandeciente de sus inicios, antes de los reveses financieros. “Era un chico tímido e inseguro que agachaba su cabeza, como disculpándose por ser alto y guapo. He querido recordar nuestros primeros encuentros, sus manos grandes manchadas de nicotina o la forma en que cogía el teléfono, como si fuera un artefacto nuevo que no hubiera visto nunca. El Nick excitado de ‘Five Leaves Left’ (1969). Luego, el disco no vendió, y él ya no estaba tan feliz grabando ‘Bryter Layter’ (1970)”. Boyd confiesa que estaba muy ocupado con sus dos grupos estrella, The Incredible String Band y Fairport Convention: “Me arrepiento de no haber hecho más por encontrar un público para Nick Drake”.

Syd Barrett le inspira sensaciones parecidas. Boyd produjo el primer single de Pink Floyd, “Arnold Layne”, mientras Barrett iniciaba su deriva lisérgica: “En diciembre de 1966, me dijo que estaba componiendo canciones que no eran para Pink Floyd. Me las mandó. Era él con su guitarra; piezas como ‘Here I Go’, que irían a parar a sus discos en solitario. Un Syd divertido, con temas que eran como music hall inglés, con juegos de palabras. Tengo tantas imágenes en la cabeza de Syd enfermo que me gusta recordarlo antes de todo eso. Él no era el cliché del músico de rock, sino alguien muy educado y brillante”. Y un creador menos expansivo que cierto bajista con quien compartía grupo. “Roger Waters tenía una opinión y la repetía una y otra vez. Tocaba con ese bajo enorme, de mástil larguísimo… Pink Floyd nunca ha sido un grupo carismático; se basaba en su show de luces. Pero te acercabas al escenario y veías a Roger muy alterado, abriendo la boca, haciendo gestos muy ostentosos”, recuerda.








Boyd tuvo, en fin, una localidad de primera fila con pase de backstage en el gran espectáculo de los sesenta; consiguió que los británicos redescubrieran su propia música folk, jugó un papel en el arranque de la psicodelia y agitó la noche londinense con el club UFO. Pero, escuchándole, te imaginas los últimos años de aquella década como un soufflé que cuanto más esponjoso y altivo más cerca estaba de rebosar sus límites. “Desde 1945, todo el mundo pensaba que la vida sería cada día mejor y mejor; que siempre habría prosperidad, y más libertad y sexo y drogas y música… y que todo era posible. En 1973 nos dimos cuenta de que el petróleo no era infinito, de que la Tierra tampoco lo era y de que, aunque pudiéramos parar la guerra de Vietnam, había muchas otras cosas malas que no podíamos evitar. El pesimismo afectó a la música”. Ésta no sólo se volvió más conservadora, sino también algo caricaturesca. “Las innovaciones de los sesenta fueron un modelo para mucha música mala que vino más tarde: los solos de Jimi Hendrix, mal imitados a partir de los setenta, o esos grupos de folk celta enfrascados en ‘jigs and reels’ veloces y mediocres”, estima.

Ahora Boyd es un observador cualificado que, como Bob Dylan, cree que los discos actuales suenan mal, anegados en superproducciones clónicas “demasiado perfectas”. Anuncia un nuevo libro sobre la world music y se reconoce jubilado de la producción discográfica. “Aunque hay dos personas a las que, si me lo pidieran, no me podría negar: Lucinda Williams y Martha Wainwright”, apunta este superviviente de tiempos en que cantantes y grupos se sabían en inferioridad de condiciones técnicas respecto a los operarios profesionales aportados por su discográfica. Así que dedicamos su reflexión final a los artistas soberbios del siglo XXI que actúan convencidos de convertir en oro todo lo que tocan. “Antes el productor trabajaba para la discográfica. Ahora trabaja para el artista”, critica. ¿Y eso es malo, señor Boyd? “Para mí, sí. En principio, que el artista controle lo que hace es una buena idea, pero, en la práctica, a veces, para crear algo grande es necesario obligarle a hacer algo que no quiere”.


Publicado en Rockdelux 250 (Abril 2007)
por Jordi Bianciotto

viernes, noviembre 18, 2011

RYUICHI SAKAMOTO Y SUS CODIGOS








Más de treinta años e incontables referencias han transitado desde su ya lejano debut en solitario en Nippon Columbia con “Thousand Knives Of Ryuichi Sakamoto” (1978; ese mismo año salió a la venta el primer álbum homónimo de Yellow Magic Orchestra) hasta su inminente “Playing The Piano”, “una recopilación de mis composiciones, algunas populares y otras no tanto, con arreglos diferentes e interpretadas de nuevo por mí”. No es la primera vez que Sakamoto se reencuentra con su legado más popular, en concreto el cinematográfico. Ya lo hizo con “Coda” (London, 1983), una relectura al piano de su más conocida banda sonora para Nagisa Oshima –“Feliz Navidad Mr. Lawrence” (London-Milan, 1983)–, y el más orquestado “Cinemage” (Sony Classical, 2000).


“Playing The Piano” (2009), que Universal editará el 9 de noviembre, semanas después de publicarse esta entrevista, será por tanto un merecido y seguro que emotivo reencuentro con su impecable catálogo de melodías, en especial para aquellos que asistan a su gira española del próximo mes de noviembre: “Seré el único músico en escena, con dos pianos, uno para tocar en directo. El otro lo he preparado para reproducir ‘playback’. Así que será un dúo virtual conmigo mismo. Habrá piezas para solista y otras para dúo. Estas últimas las he tenido que adaptar para dos pianos”. Seis citas que se unirán al resto de una gira europea en la que se acudirá a temas tan conocidos como “Forbidden Colours”, “The Sheltering Sky”, “Behind The Mask” y “Energy Flow”, y en el que también habrá espacio para su álbum de piezas nuevas, el primero en cinco años desde “Chasm” (Warner, 2004). Me refiero al apasionante “Out Of Noise” (Commmons, 2009).



“UN VERDADERO SAMURÁI NO DEBE MOSTRARSE FATUO NI PERDER LA CONFIANZA” (“Hagakure”, Yamamoto Tsunetomo, siglo XVIII)

La perfección formal del Ryuichi Sakamoto compositor, propiedad que en ocasiones le ha llevado al límite del mero ejercicio de estilo, se ve casi siempre superada por elementos infalibles como la simplicidad y melancolía del impresionismo, y sin duda también por la constante evocación de un Oriente lejano que permanece en nuestra memoria colectiva, probablemente distorsionando la realidad, y que él ha sabido conjugar con el formato de canción occidental. Un fértil cruce entre la atonalidad de la música oriental y las estructuras melódicas occidentales. Un cliché poco acertado por mi parte: “No entiendo por qué dices ‘atonalidad de la música oriental’. Nunca he escuchado música oriental tradicional atonal. ¿Te suena atonal la música oriental? Ja, ja, ja. Mi contestación a tu pregunta es que no lo sé, lo siento”. Trato de defender mi postura acudiendo a recursos menos problemáticos como el silencio o la falta de atracción gravitacional entre notas. ¿Podría considerarse ahora que la música oriental es atonal en ese sentido?: “Tu descripción se ajusta más a la música del siglo XX. ¿Entiendes, en cualquier caso, que la música del siglo XX y la música asiática son iguales o muy similares? Bueno. De hecho, el padre de la música del siglo XX, Debussy, estuvo influido por el gamelán indonesio. Pero te diré más. Por ejemplo, la música de Brian Eno es más ‘asiática’ que la mía”.



Tu carrera ha estado surcada por esas dos fuerzas contrapuestas, de forma paralela con otras dos interesantes facetas, la experimental y la melódica. Escuchando “Out Of Noise”, la primera tendencia se vería reflejada en temas como “Composition 0919”. En cambio, “To Stanford” representaría tu vena más accesible. Algo que debo decirte es que “To Stanford” no es una canción mía. Está escrita por una artista japonesa llamada Kotringo, una joven compositora con mucho talento. Me encantó esa canción, así que decidí hacer una versión. Sí, yo también veo esas dos caras, la tradicional y la experimental. Todavía soy un gran admirador de Debussy y Bach. Por otro lado, me encantan John Cage e Iannis Xenakis, incluso la música experimental moderna realizada con aparatos electrónicos y computadoras. Pero el problema es que no sé cómo fusionarlas. Lo he intentado, pero sin éxito. ¡Qué felicidad y qué fácil si pudiera ser cien por cien experimental! Creo que no he podido obtener un estilo musical propio mezclando ambas tendencias.

Alguien ha dicho que la música es el único lenguaje que puede ser comprendido sin necesidad de aprender una gramática determinada, al menos para quien la escucha. No estoy de acuerdo con ese planteamiento. La música es un lenguaje. Hay ciertas emociones y sentimientos, e incluso visiones, que solo la música puede contar o expresar. Y la música no es un lenguaje universal ya que todavía gravita sobre el contexto local e histórico. Estoy seguro de que habrás oído la historia de un mercader europeo que se llevó un cuarteto de cuerda a Arabia en los viejos tiempos. Los árabes empezaron a reír cuando el cuarteto comenzó a tocar Mozart ya que la música les parecía demasiado simple, quizás pueril a sus oídos porque está basada en una escala de solo doce tonos. Otra historia es la del almirante Matthew Perry cuando vino a Japón en 1853. Los japoneses le dieron la bienvenida con un festival de música, pero los norteamericanos pensaron que era un funeral...


Sin embargo, el episodio de Perry sucedió a mediados del siglo XIX y ahora vivimos en un mundo donde es difícil sorprender al oyente. Además, el poder de la música consiste en evocar sitios lejanos o incluso inexistentes, sin necesidad de albergar un significado específico. Solo pretendo ser siempre muy cuidadoso con la creencia estereotipada de que la música es un lenguaje universal. El hecho es que no lo es. Así de simple.






“UN SAMURÁI DEBE CONOCER SU PROPIA DIMENSIÓN, OBSERVAR LA DISCIPLINA SIN DEJARSE DISTRAER Y HABLAR LO MENOS POSIBLE” (“Hagakure”, Yamamoto Tsunetomo, siglo XVIII)

“Out Of Noise” es un disco muy equilibrado, uno de los mejores de tu carrera. Ecléctico, aunque no en la vena quizás más comercial de “Chasm”. En él demuestras tus habilidades estilísticas como compositor. En realidad no he tenido ningún interés en mostrar mis aptitudes como compositor. Arrojé mi deseo de “componer” o de “escribir” en este álbum. No sé si te es familiar el kado, el arreglo floral japonés. La idea era similar: recoger un sonido como si estuviera cogiendo una caña de bambú marchita para ponerla a continuación en un recipiente. Sencillo como el kado.

El álbum está repleto de grabaciones de campo y de sonoridades que recuerdan a propuestas como la de Fennesz. Una forma muy curiosa de “salirse del ruido”. Para mí, no hay separación entre sonido y ruido, por lo que sí hay diferencia entre ruido o sonido y silencio. Supongo que componer equivale a diseñar el tiempo tratando con ruido y silencio. Lo que quería hacer en “Out Of Noise” era extraer música del ruido porque pienso que este último tiene todos sus elementos musicales: melodía, armonía y ritmo.

¿Ha cambiado entonces mucho el Ryuichi Sakamoto de la época de “Thousand Knives”? Antes trataba de componer, construir, manipular, controlar... Ahora he desechado todas esas ideas, aunque obviamente hoy lo grabamos todo en un disco duro y tratamos los sonidos como objetos.

Creo que con David Sylvian has formado una de las parejas más interesantes y creativas del pop de las últimas décadas... Estoy de acuerdo.

Me sorprende no verte en los créditos de su nuevo disco. Yo también estoy sorprendido. Y triste. Probablemente ha perdido interés en mí... aunque siempre estoy preparado para colaborar con él en cualquier momento. Pero no me siento mal. Estoy orgulloso de todo lo que hemos hecho juntos...



“UN SAMURÁI QUE SE DESANIMA O SE ABATE ANTE LA PRUEBA CARECE DE UTILIDAD” (“Hagakure”, Yamamoto Tsunetomo, siglo XVIII)

Eres un defensor de la tecnología digital frente a la analógica sin despreciar esta última. ¿Estás de acuerdo con quienes dicen que la mejor música electrónica se produjo en los setenta y los noventa? ¿Hay todavía espacio para innovar en este terreno? Creo que hay todavía campos sobre los que explorar, aunque la era más fructífera fueron los ochenta. Nunca me gustó el techno de los años noventa salvo contadas excepciones. No es que defienda los ochenta. Grupos clave como Kraftwerk, Human League y Cabaret Voltaire surgieron en la década anterior, pero todos ellos alcanzaron su plenitud a principios de los ochenta, como por ejemplo Yellow Magic Orchestra.

Durante años has mostrado una gran preocupación por temas sociales –el proyecto Zero Landmine– y medioambientales –su fundación moreTrees la comparte con el resto de miembros de YMO–. ¿Percibes un riesgo de confusión entre música y política? Creo que la música solo puede sugerir o animar a la gente y sus causas. Mi filosofía es que la música no debería producir un efecto en la política. Me siento demasiado traumatizado por los nazis, lo cual significa que la música tiene una especie de lado oscuro que afecta a la gente y que los músicos debemos controlar o suprimir. El silencio no es una alternativa.

Otra cuestión por la que has mostrado interés es el fenómeno de internet. ¿Piensas que la red puede cambiar definitivamente la forma en que escuchamos música? Creo que internet ya ha cambiado el negocio musical y nuestro estilo de escuchar música. El precio de esta empieza a acercarse a un valor cero. Ya no podemos sobrevivir vendiendo CDs. Por tanto, el negocio se dirige hacia las actuaciones en directo más que antes. Y esto es algo que está bien porque hasta hace aproximadamente cien años, y desde que nació, toda la música fue en vivo.

¿Es una cuestión de supervivencia o una postura más filosófico-estética? Simplemente quiero destacar el hecho interesante de que internet ha venido a recordarnos que la música solo podía disfrutarse en vivo hasta hace tan solo cien años. Y sí. También me gusta la belleza del vinilo y del CD, del vinilo más. Su tangibilidad es muy importante.












pOR José Manuel Caturla
para Rockdelux.

lunes, noviembre 14, 2011

Christian Boltanski...la vida, una obra.

nació en París durante el nazismo, no quiso ir a la escuela, y hoy es una superestrella del arte contemporáneo. Trabaja en la fugacidad de la existencia humana.




Si uno tuviera la infancia que tuvo Christian Boltanski tendría que dedicarse a algo que tuviera que ver con la memoria. Si uno hubiera sido concebido en el desván donde el padre se ocultaba de los nazis después de haber fingido una pelea con la madre y “abandonado” la casa de un portazo, para volver a esconderse. Si hubiese dejado la escuela de chico; si no hubiera salido solo hasta los 18 años; si el padre médico hubiese decidido que para protegerse, en un mundo limpio, era mejor no bañarse; si uno hubiese crecido en un paisaje de sobrevivientes del Holocausto, casi analfabeto y pintando como un obseso, es decir, si uno fuera Christian Boltanski, tendría que meterse a artista contemporáneo y hacer obra de la propia vida. Eso es lo que él hizo.

Boltanski estuvo esta semana en Buenos Aires, por iniciativa de la Universidad de Tres de Febrero y de la curadora Diana Wechsler. A la vez, acaba de salir Christian Boltanski. La vida posible de un artista , un libro de conversaciones con Catherine Grenier. Y allí cuenta: En casa había una visión de la vida como demasiado peligrosa, tan peligrosa que había que estar siempre atento a todo. Teníamos una casa muy grande y todos dormíamos en el mismo cuarto, nuestros padres en una cama y nosotros en el piso. Dormí en el piso hasta los dieciocho o diecinueve años, en una bolsa de dormir. El separarse era considerado peligroso.

Y cuenta que iban de vacaciones en auto, lejos, a Moscú por ejemplo, pero que “a mi madre le angustiaban los hoteles”, entonces seguían durmiendo juntos pero en el auto, “ muchos días, sin bañarnos, con la ropa sucia, olíamos mal” .

Y que, como él sólo pintaba y los amigos artistas decían que pintaba mal, la madre abrió una galería de arte, para que aprendiera a ganarse la vida. Ahí empezó a ver arte contemporáneo. Aprendió. Tiró los pinceles: lo suyo serían las instalaciones, cierta forma de intervenir en la vida. Consiguió los contactos de una galería de arte contemporáneo y mandó a toda la lista cartas con un cartoncito adentro que decía “Enfermedad”. Después fabricó, con plastilina, los objetos de su pasado. Quería “refabricar” el pasado.

Le fue bien, muy bien, y hoy es un artista celebrado, mimado, que da entrevistas en la coqueta confitería del Palacio Duhau.






¿Sus respuestas a Grenier, en el libro, son ficción?

Yo pienso que son verdad, sin embargo para un artista está la vida y la vida como obra, como para un santo.

¿Qué quiere decir?

Sólo se dice lo que es lindo, lo que es funcional para dar un mensaje. Por ejemplo, mi primer recuerdo, un niño que espera en una aduana, habla de un migrante, lo que nos lleva a pensar en la espera, en la soledad. Pero si mi memoria no falla, dije la verdad.

¿Sentia que su familia era rara?

¿Qué significa rara?

No bañarse, que un chico decida no ir a la escuela, dormir todos juntos por decisión, no salir solos...

No me sentía raro. A veces mis padres me daban un poquito de vergüenza, como a todos los chicos. Pero gracias a ellos no estoy en un psiquiátrico encerrado.

¿Por qué?

Como yo no quería ir a la escuela, si me hubieran forzado, me hubiera ido de todos modos, me hubieran mandado a un psiquiatra y poco a poco hubiera terminado en un psiquiátrico.

¿Y aprendió a leer después?

¡Yo sé leer! Todavía tengo muchas faltas de ortografía... Pero tengo una gran cultura autodidacta, escucho muchísimo la radio, radio France Culture...

Su abuelo se fue de Rusia para integrarse a Francia. Su padre se hizo católico. Pero lo judío ronda todo el tiempo. ¿Son judíos o no?

Es confuso. Si me preguntan, digo que soy judío, pero nunca entré a una sinagoga, tomé la primera comunión y no soy creyente.

¿Y por qué es judío?

Porque conozco la historia. Le cuento un cuento jasídico: Hay un hombre que conoce un lugar en el bosque donde prende una fogata y allí habla con Dios. Sus descendientes conocen el lugar en el bosque, saben prender la fogata, pero se olvidaron de hablar con Dios o como hacerlo, pero funciona de todos modos. Otro discípulo conoce el lugar solamente, ha olvidado el resto. Mucho tiempo después, otro no sabe ni donde está el lugar en el bosque, ni hablar con Dios; pero conoce la historia y eso basta para estar en contacto con Dios. Yo conozco la historia.

¿Porqué es tan central el holocausto en la obra?

No es para nada central.

¿Por qué aparece?

Está mi nacimiento y sus circunstancias. A los 3, 4 años escuché muchas historias sobre la Shoah, porque todos los amigos de mis padres eran sobrevivientes. Yo conocí el escondite de mi padre, eso estaba muy presente en mi vida. Para mí, lo catastrófico en la Shoah es el rechazo de la identidad del otro, el no reconocimiento de su humanidad.





¿Y de qué se trata su obra?

Si se centra en algo, es en la desaparición. Y en el hecho de que toda mi obra es un fracaso. Porque yo intento conservar y nada se puede conservar. Yo tengo grabados 45 mil latidos de corazón y no por eso esos 45 mil seres siguen viviendo, no. Los seres humanos, cuyos latidos yo grabé, están muertos.

Queda la obra.

Hay algo incomprensible en la desaparición tan rápida de los seres humanos. Ahora un hombre, desde Tasmania, filma lo que pasa en mi taller día y noche. Y va a seguir hasta mi muerte. Quiere verme morir en directo. Pero no me va a tener a mí por eso.

¿Qué es lo que vale la pena recordar?

Siempre dije que trabajaba sobre la pequeña memoria. Lo que nos constituye es el hecho de saber dónde se puede comer bien en Buenos Aires por ejemplo. Todas esas cosas mueren con nosotros. Y a partir de los 50, uno puede hacer un museo de su vida, porque se saben tantas cosas, tantas pequeñas cosas. Todas estas pequeñas cosas son las que yo intento preservar.





POR PATRICIA KOLESNICOV Revista Ñ , Clarin.