sábado, noviembre 19, 2011

JOE BOYD....EL REY MIDAS DEL FOLK




“Lo único mejor que la música es hablar de música”, proclama Mario Pacheco en el prólogo de la edición española de “Blancas bicicletas. Creando música en los 60” (Global Rhythm, 2007), contradiciendo aquella boutade atribuida a Frank Zappa (“escribir de música es como bailar arquitectura”). En efecto, una conversación con Joe Boyd ofrece más estímulos intelectuales y sensitivos que muchos conciertos. Si decía Oscar Wilde que la obra de arte no está completa hasta que alguien habla de ella, la digiere y la contextualiza, Boyd ofrece el proceso completo en primera persona; es el “todo en uno”: promotor, cazatalentos, productor, ejecutivo discográfico y, finalmente, pluma ágil, analítica e irónica que procesa todo lo vivido en un libro torrencial (traducido con primor por Ignacio Julià), publicado en inglés por Serpent’s Tail en 2006. Paralelamente, también se editó el CD “White Bicycles. Making Music In The 1960s” (Fledg’ling-Dock, 2006), un muestrario del trabajo de Boyd como productor.


Aunque la hoja de servicios discográficos de Boyd se adentra en los años ochenta y noventa (la producción de “Fables Of The Reconstruction” de R.E.M., los dos “Songhai” de Ketama), “Blancas bicicletas” es, sobre todo, un volumen de memorias de los sesenta que transmite la excitación de aquellos días, la sensación de explorar terrenos vírgenes, la ambición de cambiar el mundo… y el desencanto que aguardaba a la vuelta de la esquina. No hay final feliz, pero disfrutemos de la evocación de esa época convulsa. “Un amigo, tras leer el libro, me dijo: ‘Está bien, hay incluso tres o cuatro historias que nunca te había oído contar’; ya que muchas las he explicado a amigos o periodistas. Lo interesante ha sido mezclar todo eso como si fuera un disco, y yendo al principio. Cuando una historia la has contado muchas veces, el recuerdo se emborrona y te acuerdas más de tu propio relato que del hecho original”, explica, con verbo preciso y sin prisas, este bostoniano de 64 años que afrontó la tarea después de que, en 2001, Rykodisc (discográfica a la que, diez años atrás, había vendido su sello, Hannibal) prescindiera de sus servicios. “Durante cuarenta años les he dicho a los artistas qué debían hacer para que su música triunfara. Ellos me escuchaban y me hacían caso sólo en parte. Ahora tengo un artista que hace exactamente todo lo que le pido”, ironiza.






“Blancas bicicletas” alterna la gloria y el paso en falso; reconstruye episodios de lucidez y errores de cálculo que Boyd procesa con deportividad. Pero éste es, después de todo, un homenaje a una época cuya trascendencia, admitámoslo, no puede ser banalizada: detrás del mito de los sesenta hay claves de largo alcance. Y haber estado ahí marca. “En el verano de 1965, ‘I Got You Babe’ de Sonny & Cher, con Sonny imitando a Dylan, era número uno en la radio comercial. Luego sonaban ‘Mr. Tambourine Man’ en versión de The Byrds, con ese nuevo sonido con ‘feeling’ drogata californiano, y, claro, ‘Like A Rolling Stone’. Así que Dylan, su sonido y su actitud estaban justo en el centro de la cultura en ese momento”, interpreta Boyd, quien dice haber sido consciente del zeitgeist cuando, a finales de julio de 1965, se dirigía con su automóvil al Festival de Newport, a través de las extensiones verdes de Nueva Inglaterra, para trabajar como director de escenario. “El nacimiento del rock” se estaba fraguando. “¿Cómo podía salir Dylan al escenario con su guitarra igual que el año anterior? El mundo ya no era el mismo”.

Lo supo la víspera del 25 de julio de 1965: Mike Bloomfield, Al Kooper, Barry Goldberg, Sam Lay y Jerome Arnold arroparían a Dylan en una actuación eléctrica: “Sólo fueron tres canciones, y todo el mundo quedó en estado de ‘shock’. Los mayores, Pete Seeger, Alan Lomax, Theo Bikel… intentaron obligarme a desenchufar los instrumentos. Terminó y el público, mucha gente joven, rugía. Bob Neuwirth y Albert Grossman le convencieron para que volviera al escenario. Salió y tocó, con guitarra y armónica, ‘Mr. Tambourine Man’ y ‘It’s All Over Now Baby Blue’, que sonó como un ‘jodeos’ a la vieja guardia”. Es difícil imaginar, en la actualidad, que la música pueda asumir ese rol de generador de escándalos. “Hoy el concepto de rebeldía juvenil es un recurso del marketing. Los escándalos tienen que ver con textos machistas u homófobos en el rap; tipos gritando: ‘Voy a matar a mi mujer’… No es eso por lo que luchamos”, ríe.

Boyd asistió a la electrificación de Dylan, pero, después de todo, apreciaba el folk y trabajó para construir puentes entre ambos mundos. Su gran éxito, crítico y también comercial, fue The Incredible String Band, cuya alucinógena propuesta de filopsicodelia forestal aupó a través de un hábil mecanismo de deslocalización: “Los saqué de los clubs de folk y los metí en salas de rock sin cambiar su música. Y funcionó”. La maniobra alimentó su ego. “Pensé: ‘Soy un genio’. Me tomó un tiempo darme cuenta de que no era así”.


Esa sensación sobrevuela todo el libro y deja un discreto rastro de fatalismo: el autor enumera sus fallos logísticos (haber dejado escapar a los incipientes Cream o haber infravalorado a los cuatro suecos que formarían ABBA, a quienes conoció en un viaje a Estocolmo con fines editoriales) y se reprocha no haber hecho más por Nick Drake, de quien produjo sus dos primeros álbumes. “Vi que no tenía una respuesta rápida para cada problema. No podía vender a Nick, ni que John & Beverly Martyn giraran como pareja feliz, ni que el batería de Fairport Convention volviera a la vida, ni que Sandy Denny fuera feliz con el grupo…”, repasa Boyd. Y remata: “Algunas cosas empezaron a ir mal entre 1969 y 1970”.





De acuerdo, pero antes saboreemos un poco más el momento. Desviemos el foco hacia el sensible y malogrado Nick Drake, cuya obra disfruta hoy de un culto que sorprende al propio Boyd, quien amasa sus propias teorías. “La gente de su generación no hizo suya la música de Nick, y por eso las siguientes sí pueden hacerlo”, aventura. Su misión, en “Blancas bicicletas”, ha sido recuperar al artista inseguro pero resplandeciente de sus inicios, antes de los reveses financieros. “Era un chico tímido e inseguro que agachaba su cabeza, como disculpándose por ser alto y guapo. He querido recordar nuestros primeros encuentros, sus manos grandes manchadas de nicotina o la forma en que cogía el teléfono, como si fuera un artefacto nuevo que no hubiera visto nunca. El Nick excitado de ‘Five Leaves Left’ (1969). Luego, el disco no vendió, y él ya no estaba tan feliz grabando ‘Bryter Layter’ (1970)”. Boyd confiesa que estaba muy ocupado con sus dos grupos estrella, The Incredible String Band y Fairport Convention: “Me arrepiento de no haber hecho más por encontrar un público para Nick Drake”.

Syd Barrett le inspira sensaciones parecidas. Boyd produjo el primer single de Pink Floyd, “Arnold Layne”, mientras Barrett iniciaba su deriva lisérgica: “En diciembre de 1966, me dijo que estaba componiendo canciones que no eran para Pink Floyd. Me las mandó. Era él con su guitarra; piezas como ‘Here I Go’, que irían a parar a sus discos en solitario. Un Syd divertido, con temas que eran como music hall inglés, con juegos de palabras. Tengo tantas imágenes en la cabeza de Syd enfermo que me gusta recordarlo antes de todo eso. Él no era el cliché del músico de rock, sino alguien muy educado y brillante”. Y un creador menos expansivo que cierto bajista con quien compartía grupo. “Roger Waters tenía una opinión y la repetía una y otra vez. Tocaba con ese bajo enorme, de mástil larguísimo… Pink Floyd nunca ha sido un grupo carismático; se basaba en su show de luces. Pero te acercabas al escenario y veías a Roger muy alterado, abriendo la boca, haciendo gestos muy ostentosos”, recuerda.








Boyd tuvo, en fin, una localidad de primera fila con pase de backstage en el gran espectáculo de los sesenta; consiguió que los británicos redescubrieran su propia música folk, jugó un papel en el arranque de la psicodelia y agitó la noche londinense con el club UFO. Pero, escuchándole, te imaginas los últimos años de aquella década como un soufflé que cuanto más esponjoso y altivo más cerca estaba de rebosar sus límites. “Desde 1945, todo el mundo pensaba que la vida sería cada día mejor y mejor; que siempre habría prosperidad, y más libertad y sexo y drogas y música… y que todo era posible. En 1973 nos dimos cuenta de que el petróleo no era infinito, de que la Tierra tampoco lo era y de que, aunque pudiéramos parar la guerra de Vietnam, había muchas otras cosas malas que no podíamos evitar. El pesimismo afectó a la música”. Ésta no sólo se volvió más conservadora, sino también algo caricaturesca. “Las innovaciones de los sesenta fueron un modelo para mucha música mala que vino más tarde: los solos de Jimi Hendrix, mal imitados a partir de los setenta, o esos grupos de folk celta enfrascados en ‘jigs and reels’ veloces y mediocres”, estima.

Ahora Boyd es un observador cualificado que, como Bob Dylan, cree que los discos actuales suenan mal, anegados en superproducciones clónicas “demasiado perfectas”. Anuncia un nuevo libro sobre la world music y se reconoce jubilado de la producción discográfica. “Aunque hay dos personas a las que, si me lo pidieran, no me podría negar: Lucinda Williams y Martha Wainwright”, apunta este superviviente de tiempos en que cantantes y grupos se sabían en inferioridad de condiciones técnicas respecto a los operarios profesionales aportados por su discográfica. Así que dedicamos su reflexión final a los artistas soberbios del siglo XXI que actúan convencidos de convertir en oro todo lo que tocan. “Antes el productor trabajaba para la discográfica. Ahora trabaja para el artista”, critica. ¿Y eso es malo, señor Boyd? “Para mí, sí. En principio, que el artista controle lo que hace es una buena idea, pero, en la práctica, a veces, para crear algo grande es necesario obligarle a hacer algo que no quiere”.


Publicado en Rockdelux 250 (Abril 2007)
por Jordi Bianciotto