domingo, septiembre 01, 2013

CONFESIONES

ARMANDO RUBIO H.
Soy bestia umbilical, delgada y andariega, con un aire de pájaro en la calle. Atado a los semáforos por ley irrevocable. Suelo ser atacado por mis hábitos y por los vendedores ambulantes que me auscultan la cara de bar destartalado y decadente. Amo la ciudad más que a nadie: las calles y edificios, noches pobladas de mamíferos domésticos y astutos, que transitan por bares, y beben, y comen, y se ríen, y se ríen, y se mueren. Soy bestia siempre en celo, pájaro individual, enfermo. Confiado ciegamente en mis zapatos, no me pierdo un detalle de lo que está pasando, que es muy grave. Me entristecen los hombres, me deprimen sus orejas, sus dientes, y las blandas extremidades; las ojeras; y los rostros desérticos, tortuosos; bigotes, anteojos, pelos, anillos, monedas; cigarros defendidos contra viento y marea; el fraudulento pudor de las camisas; y el orgullo, ese orgullo inconcebible... Sobre todos, los hombres que van solos por el mundo, unánimes espaldas, hombros, rabia. ¡Voltear los autobuses, y tocarles la oreja a los absurdos transeúntes, saber de abuelas suyas y de hermanas, y de la fecha atroz en que nacieron! Cordialmente aborrezco a los hombres de gafas, que saludan suficientes, constreñidos, con una mano blanda, lisa, como de nieve, y se vuelven, y mueren de cara ante el periódico; a todos los que pasan las horas entre muslos y aguardientes perpetuando la fiesta de este mundo. Extraña la ciudad cuando parece no haber nadie, ni voces de Zutano o Mengano, cuando una sombra inmensa, resollando se descuelga de muros, y se manda a cambiar, de una vez por todas, hacia un patio sin hambre; aunque haya transeúntes con ojos de paloma y pecho duro, y algunos que se tienden en las calles con un olor a muertos y a padre avejentado por sus sueños. Ninguna novedad hoy en la tarde. La ciudad y su curso inevitable. Yo, bestia umbilical, pájaro enfermo, he de seguir de noche atado al parpadear de los semáforos, a la misma ciudad donde parece que ya no habita nadie.